Aunque el queso tenga férreos detractores, hay que decir que quienes lo amamos somos mayoría, basta con atender a los datos de consumo. En España, cada ciudadano consume, de media, 8 kg de queso al año, aunque esta cifra queda bastante lejos de los 17 kg anuales de los europeos, en general.
Pero, realmente, ¿Qué es lo que hace que el queso nos resulte, por lo menos a algunas personas, tan adictivo? La caseína, la proteína más abundante de la leche, y que aparece en el queso en una concentración mayor (como el resto de los componentes). Y, la cuestión es que, durante el proceso de digestión, la caseína se descompone en diferentes sustancias, entre ellas la casomorfina que, tal y como su propio nombre nos sugiere, es una sustancia “similar” a la morfina, lo que convertiría al queso en un alimento potencialmente adictivo.
La casomorfina es una exorfina, que es lo mismo que una endorfina (o péptido opiode endógeno) pero que se genera en nuestro cuerpo como consecuencia de la ingesta de, en este caso, la caseína. Por lo tanto, la casomorfina, posee efectos semejantes a los opioides, pero ¡que no cunda el pánico! El poder adictivo de la casomorfina es más de diez veces inferior al de la morfina, así que no nos generará un problema de adicción, por lo menos no demasiado grave…
Además de la acción adictiva, esta sustancia también genera una agradable sensación de bienestar. El mejor ejemplo de esta sensación placentera lo encontramos en la leche materna y en el bienestar que transmiten los bebés que están mamando o recién amamantados (lo que, por esto lares, llamamos estar “goxo”). Muchas personas siguen recreando esta sensación tomando un vaso de leche templada antes de ir a dormir. Podemos considerar esta acción como un vínculo con nuestra época más temprana.